Otra guerra era posible

:

Revisando el movimiento contra la globalización capitalista desde nuestro presente distópico

Localizations:

Al revisar las luchas que tuvieron lugar a principios del siglo desde el punto de vista actual, podemos comprender cuánto está en juego en las luchas de hoy.

Este texto aparece en la introducción del libro Another War Is Possible (Otra guerra es posible), recién publicado en ingles por la editorial PM Press. El libro cuenta las experiencias de un anarquista luchando contra el capitalismo y el estado en tres continentes tras el llamado movimiento anti-globalización. Puedes leer más en el apéndice.


Eran finales del siglo XX y el capitalismo había triunfado.

“El socialismo realmente existente” había colapsado. Por todo el mundo las elecciones llevaban políticos nuevos al poder para firmar acuerdos comerciales neoliberales. En vez de dictaduras, el mercado libre reinaba victorioso.

Francis Fukuyama lo declaró “el fin de la historia,” proclamando

el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano.

Para los políticos, agentes de publicidad y ejecutivos corporativos, era una época de alegría.

La fermentación social de los años sesenta había decaído. En los Estados Unidos, la política radical sobrevivía principalmente en los entornos de subcultura: movimientos medioambientales, librerías radicales y las escenas de hip-hop y punk. Europa tenía la rave, los okupas con su red de centros sociales y los vestigios de los movimientos poderosos de los mediados del sigo XX. Por el lado opuesto había fascistas, pero ellos también estaban confinados al entorno subcultural. Fuera de estos enclaves la paz social prevalecía mientras todos corrían prisa en conseguir lo suyo o esperaban a que llegase su barco.

Era un paraíso de tontos. El capitalismo globalizado transfería riqueza de aquí para allá más rápido y más lejos que nunca, pero a lo largo de este proceso se concentraba en las manos de cada vez menos, poco a poco empobreciendo a la gran mayoría. Los anarquistas sabían que la unanimidad aparente respecto al nuevo orden mundial no duraría para siempre. Tarde o temprano, habría otra ronda de conflictos, y la historia seguiría adelante. La verdadera cuestión era cómo se trazarían los límites.

Nos conocimos en conciertos hardcore. Leíamos sobre los Panthers, los Yippies, los Ranters, los Diggers, Up Against the Wall Motherfucker. Cuando nos enteramos de que alguien había pintado “NO TRABAJAR NUNCA” en la muralla del Boulevard de Port-Royal en el levantamiento de mayo de 1968, nos lo tomamos literalmente, embarcándonos en una vida de crimen.

Otros lo hicieron de otra forma, aprovechando habilidades distintas. Nosotros dejamos nuestros trabajos; ellos sindicalizaron sus lugares de trabajo. Nosotros okupamos edificios; ellos organizaron asociaciones de inquilinos. Nosotros rechazamos la organización formal; ellos crearon federaciones. Nosotros hicimos autostop a eventos; ellos llegaron con furgonetas llenas de materiales.

Con el tiempo, empezamos a encontrarnos en conferencias y manifestaciones. Todo lo que asciende debe converger.

Un anarquista vuele por encima de las cabezas de la policia al abrazo de sus comradas en las manifestaciones contra la inauguración de George W. Bush el 20 de enero de 2001.

Afortunadamente, los anarquistas no eran los únicos que tenían quejas contra el orden del día. El primer día de 1994, cuando el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entró en vigor, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se levantó contra el gobierno mexicano en Chiapas, dando un ejemplo poderoso de lucha comunitaria contra el neoliberalismo. Inspirada por el EZLN y otros movimientos anticolonialistas y anticapitalistas, gente por todo el mundo empezó a organizar manifestaciones, redes, ocupaciones y días de acción globales.

Para la mayoría de la población en Estados Unidos, enfrentarse con las autoridades parecía absurdo, sino completamente ingenuo. Los periodistas de los medios corporativos evitaron decir la palabra “capitalismo” en alto, sustituyéndola por “antiglobalización” como si formásemos parte de un movimiento global por el hiperlocalismo. Los conflictos más amargos fueron sobre la “violencia”—siendo preciso, sobre si era correcto responder a la violencia descendente del estado pagando con la misma moneda. Pero el reto más difícil era lograr que la gente imaginase que el orden mundial capitalista no fuese inevitable, sino que otro mundo fuese posible.

Sin embargo, durante unos años—digamos de 1999 a 2001—el conflicto principal en el escenario global fue entre el capitalismo neoliberal y los movimientos comunitarios en contra. El 18 de junio de 1999, miles de personas convergieron en Londres para un día de acción publicitado como el Carnaval contra el Capitalismo, durante el cual algunos casi lograron destruir la Bolsa de Londres. El siguiente noviembre, manifestantes bloquearon y cerraron la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Seattle. A lo largo de los siguientes dos años, casi todos las cumbres de comercio internacional dieron lugar a conflictos callejeros feroces.

”¿Deberíamos intentar cruzar?” grité, pero ya estábamos corriendo, fue una decisión instantánea, ya estábamos en el puente cuando ella me contestó “Vamos—ya estamos yendo,” y nos echamos a correr a toda velocidad al otro lado. Detrás de nosotros, escuchaba el POP, POP, de los policías disparándonos con gas lacrimógeno y balas de goma; por todos lados escuchaba los impactos de las balas y el traqueteo de los cartuchos del gas cayéndose, el siseo de sus contenidos nocivos llenando el aire; delante, no veía nada, el gas tapaba el cielo, solo había el desconocido—y mas allá de eso, si tuvimos la suerte de llegar, una ciudad para destruir y un mundo para crear.

Lo que estaba en juego era más importante de lo que sabíamos. Si toda la gente que estaba a perder al capitalismo brutal no llegase a entender que el mismo capitalismo era la fuente de su desgracia, estaría susceptible al nacionalismo, al racismo, a la xenofobia y a la demagogia cuando se diesen cuenta que el mercado no iba a realizar sus esperanzas. Pero si pudiésemos presentar nuestro argumento que el capitalismo era la causa principal de su miseria, quizás se unirían con nosotros en nuestro esfuerzo de construir una sociedad nueva. Hubo un pequeño momento en que nos parecía posible triunfar.

En esta guerra participó el autor de este libro—una guerra montada para prevenir todas las guerras sin sentido que viniesen después. Luchábamos por un mundo en que todos los seres humanos pudieran encontrarse el uno al otro como iguales, en que el imperio del beneficio no superase las necesidades de los seres humanos ni la amenaza del cambio climático.

Salimos del campus a las doce del mediodía. Estaban cienes de personas, preparadas con capuchas, cascos, hombreras—el traje completo. Un grupo empujaba una catapulta de tamaño real. Yo iba detrás de algunos que llevaban una tremenda marioneta que representaba el Banco Mundial. De dentro de la marioneta de papel mache se le caían almádenas al asfalto.

Entre las multitudes, reconocí a su banda de la inauguración del enero pasado. Uno desarrolla este instinto, aunque todo el mundo vaya con la cara tapada. En conversación y online éramos rivales. Pero en ese tipo de situación, quieres que estén todos.

En algún momento, la policia condujo un cañón de agua directamente hacia la muchedumbre. Un anarquista enmascarado corrió hacia él y reventó la ventana antes de que pudiera apuntarnos con claridad. El conductor arrancó a toda prisa.

Vaya puta locura, pensé. Hostia.

Quizás, si todos hubiesen podido ver lo que se avecinaba, más gente habría luchado tanto como el autor de este libro. Pocos entendían lo difícil que la cosa se pudiese poner.


Por desgracia, no éramos la unica fuerza en la pelea para determinar la delineación del conflicto del siglo XXI. Provocados por siglos de violencia colonial, los yuhadistas Salafis atacaron el Pentágono y el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001. Los neoconservadores del gobierno de Bush aprovecharon la oportunidad para invadir Afganistán y después Iraq, precipitando el llamado “choque de civilizaciones” con que habían fantaseado. El siglo comenzó con una serie de matanzas y carnicerías.

Esta declaración de guerra servía para ofuscar la posibilidad de cualquier otra guerra, cualquier otra causa por que la gente lucharía. Las autoridades estadounidenses y sus adversarios paralelos de al-Quaeda pretendían enmarcar su rivalidad como el conflicto central de la historia, dejando a un lado los rebeldes de Chiapas y los manifestantes que habían bloqueado el cumbre del OMC en Seattle.

En Estados Unidos, partidos socialistas autoritarios aprovecharon la situación para apropiar la iniciativa de los anarquistas y otros proyectos de organización horizontal, tomando el control del movimiento anti-guerra a través de grupos títeres (Not in Our Name for the Revolutionary Communist Party, ANSWER for the Workers World Party). Los modelos comunitarios transformativos del movimiento anticapitalista vanguardista dio paso a manifestaciones reactivas dirigidas a políticos indiferentes.

El gobierno estadounidense aprobó la Ley Patriótica. El FBI intensificó operaciones contra los musulmanes en especial, pero también contra los ecologistas y los activistas animalistas. Los políticos expandieron y militarizaron a la policía. El 30 de noviembre de 1999, el ayuntamiento de Seattle había enviado tan solo 400 policías para proteger el cumbre del OMC; en 2017, 28.000 seguratas protegían la inauguración de Donald Trump.

En el otro lado del Atlántico, las ocupaciones estadounidenses brutales cobraron casi un millón de vidas, empujando a más gente a unirse a las filas de los yihadistas. El ascenso del Estado Islámico en Iraq y Siria una década más tarde demostró que que las invasiones solo habían fortalecido las fuerzas a las que los neoconservadores supuestamente atacaban. En 2012, cuando una ola de revoluciones empezó en Tunisia y se extendió por el Oriente Medio, se atascó en Siria en parte por el Estado Islámico y sus partidarios. No se sabrá nunca que los levantamientos de la llamada Primavera Árabe y otros movimientos sociales de la región pudiesen haber logrado si no por el daño infligido por la llamada “Guerra contra el terrorismo.” Cuando los Talibanes reconquistaron Afganistán en 2021, se destacó lo inútil y destructivo que habían sido las invasiones estadounidenses.

Bashar al-Assad ordenó la matanza de cienes de miles de personas para mantener su control de Siria, pero al final, perdió igualmente. Estados Unidos hizo lo mismo en Afganistán. Estas tragedias horrorosas y sin sentido son tan solo un adelanto de lo que nos espera si seguimos este camino.

La violencia y la pobreza que salieron de estas guerras, ocupaciones e insurgencias expulsaban a millones de refugiados de África y el Oriente Medio hacia Europa. Algo parecido estaba pasando al sur de la frontera estadounidense, a medida que el caos creado por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la militarización de la policía y los grupos paramilitares bañaban regiones enteras en sangre. Los nativistas de ambos lados del Atlantico aprovechaban de la desesperación de los refugiados para incitar racismo y miedo.

Mientras tanto, en el antiguo Bloque Comunista, la especulación capitalista había dejado a mucha gente peor económicamente que lo que habían estado antes del derrumbe de la Muralla de Berlín. Esto generaba olas de nacionalismo, permitiendo que autócratas como Vladimir Putin y Viktor Orbán consolidasen su poder. Emulando su modelo, políticos como Donald Trump, Jair Bolsonaro y Giorgia Meloni ascendieron al poder en Americanizaros y Europa Occidental. Dirigían la ira de la clase media cada vez más precaria hacia su política abiertamente fascista, animando a sus partidarios a echarles la culpa a los refugiados, la gente queer y trans, los judíos y “comunistas” por como el mercado libre les había decepcionado.

Impulsado por el industrialismo descontrolado, el cambio climático destrozaba las costas y quemaba los bosques. La pandemia del COVID-19, el contagio de conspiraciones y bulos, la concentración de riqueza en los bolsillos de unos pocos mil-millonarios, el genocidio en Gaza: todo esto te sonará salvo que algo peor le haya superado antes de que leas esto. La invasión rusa en Ucrania no será la última de las guerras por venir si seguimos este camino—guerras que se hacen posibles por la consolidación del poder autocrático e inevitables por las crisis económicas y ecológicas. Si miramos la militarización de los refugiados en la frontera entre Bielorrusia y Polonia y el uso de presas como escudos vivos en Ucrania, veremos que—si no cambiamos el rumbo—la vida se volverá cada vez más barata en el siglo XXI.

El 18 de junio de 2023, exactamente 24 años después del “Carnaval contra el capitalismo” en Londres, el primer artículo en el New York Times reconoció lo que llevábamos diciendo un cuarto de siglo: la globalización capitalista crea desigualdad económica catastrófica, destroza el medioambiente y genera nacionalismo ultraderecha. El artículo recitaba todos los argumentos de un anticapitalista promedio de 1999, hasta las críticas del Fondo Monetario Internacional. Incluso los mismos capitalistas ahora desean que hubiésemos ganado.

Todas estas tragedias aún no habían pasado cuando las luchas descritas en este libro tuvieron lugar. ¿Quién sabe? Si más de nosotros hubiésemos luchado más, a lo mejor habríamos evitado algunas de ellas.

Pero al autor del libro no le podemos echar la culpa. Siempre estuvo en primera fila.

El “black bloc” (bloque negro) anarquista sale a enfrentarse con la policía en los disturbios en la Ciudad de Québec en contra de la propuesta (y finalmente derrotada) “Área de Libre Comercio de las Américas” en abril de 2001.

Nos encontramos en una feria de libros unos años después de los acontecimientos descritos en estas páginas. Lo reconocí de las calles, pero nunca tuvimos una conversación real.

Inesperadamente, nos caíamos bien desde el primer momento. En persona, no importaba que yo fuese una aventurero sin estudios ni que el fuese un plataformista aburrido.

Él quería saber si íbamos a publicar una secuela a unas memorias controvertidas que habíamos publicado sobre un delincuente viviendo en fuga. “Políticamente, es basura,” dijo. “Pero como historia, es muy emocionante.”

No compartía su opinión favorable del libro. Pensaba que el humor compensaba la falta de desarrollo del personaje, pero hablando desde mi punto de vista como criminal de carrera, el contenido era completamente banal. Lo habíamos publicado para socavar el materialismo y la timidez de los chavales de los “suburbs,” no para que les gustase a anarquistas con experiencia como él.

Insistió. “Venga, ¡tenéis que hacer una secuela!”

Le dije que debería escribir sus propias memorias, contando sus aventuras callejeras. Dije que valdría la pena publicar eso.

Solo tardó dos décadas.


La historia mundial es un escenario extensa. A la escala de la humanidad entera, cada uno de nosotros es tan solo uno de miles de millones. Pero depende de nosotros mismos cómo interpretar nuestro papel en este drama. Nos podemos ver como público y aceptar nuestra suerte pasivamente—o podemos entendernos como protagonistas y salir a descubrir cuánto podemos influir el curso de los acontecimientos.

El autor de este libro optó por la segunda estrategia. Gracias a ella, participó en un número sorprendente de los eventos históricos del fin del siglo XX. La letanía de sus aventuras es prueba de cuánto puede lograr una sola persona con algo de determinación, sea en tiempos de paz o de conflicto. Afortunadamente, sobrevivió, y con algún empujón, llegó a escribir lo que había experimentado.

El resultado es el documento historico de valor que tienes en las manos. No todos los que sobreviven las luchas callejeras de tres continentes que definen una época tienen la oportunidad de escribir semejante memorias. Buenaventura Durruti no la tuvo.

Como Las memorias de un Revolucionista de Peter Kropotkin, o *Viviendo mi vida de Emma Goldman, este libro ofrece una fuente primaria de una época crucial. Se puede aprender más sobre cómo eran las cosas realmente de un texto de este estilo que de cualquier resumen de segunda mano.

Pero no es meramente una fuente de información histórica. Ninguna de las luchas descritas en este libro han llegado a su conclusión. Todas siguen, a una escala más grande y con aún más en juego: la lucha contra el fascismo, contra la violencia de las fronteras, contra la subordinación de los ecosistemas y las comunidades frente las demandas del capitalismo, contra la violencia de la policía y el ejército, contra el poder autocrático.

Otra guerra era posible—y aún lo es hoy. Si las consecuencias de nuestro fracaso en abolir el capitalismo a finales del siglo llevó a dos décadas de carnicería, crisis económica y reacción fascista, hay que pensar qué pasará si no nos afrontamos al reto esta vez. La historia no tenía que salir como salió en 2001—y no tiene que seguir por ese camino ahora. Este libro sigue siento actual y relevante porque cuenta una historia que tienes que concluir.

Hay muchas formas de participar en estas luchas. Fisicamente pelear contra los fascistas y los policías es una forma entre muchas, y apenas es la más importante. Del autor de este libro, puedes aprender lo que intentaban los que estaban antes que tú, y lo que posiblemente puedas hacer tú mismo. Nosotros—los supervivientes de la ronda anterior—estaremos en la lucha a tu lado.

Si no le metemos prisa, el capitalismo tardará un siglo o más en colapsar. Nos arrastrará a guerras como nunca antes hemos visto. El catástrofe resultante nos enterrará a todos bajo el escombro.

Luchemos juntos por una futura mejor. Otra guerra es posible.

“Across centuries of darkness, we can already see from here—the sun on the horizon of a new dawn.”


Lectura relacionada


Apéndice: Otra Guerra Es Posible

El texto a continuación es nuestra descripción del libro Another War Is Possible (Otra Guerra es Posible), la cual aparece en la contraportada. El libro está disponible en inglés.

A principios del siglo, el movimiento contra la globalización capitalista llegó con fuerza al escenario mundial, con movilizaciones masivas en la Ciudad de Quebec, Washington, Genoa y otras ciudades. Los anarquistas se enfrentaron a los jefes de estado, líderes de industria, y miles de policía antidisturbios. Mientras las autoridades buscaban someter todo ser vivo al imperativo del margen de beneficio, los anarquistas se ponían a demostrar una forma de luchar que podía abrir camino a un futuro más allá del capitalismo. El siglo XXI aún estaba por decidir. Y en cada momento, ahí estaba Tomas Rothaus, peleando en primera fila.

En Otra guerra es posible, seguimos a Tomas desde sus días de militante joven a su temporada como editor de la publicación Barricada. En su prosa vibrante, cuenta las lecciones que le impartieron los veteranos del CNT español—su primera experiencia de intercambiar palizas con las policía en las calles de París—sus aventuras atravesando fronteras para participar en disturbios que definen épocas. Con Tomas, respiramos gas lacrimógeno, derrumbamos vallas, hacemos un tour por las okupas y los campos de batalla de tres continentes.

De camino, Tomas demuestra que las tragedias del siglo XXI no eran inevitables—que otra guerra era posible. Su testimonio es prueba de que otro mundo sigue siendo posible ahora.